“Estamos
atrapados en la cultura de la prisa y de la falta de paciencia. Vivimos en un
estado constante de hiperestimulación e hiperactividad que nos resta capacidad
de gozo, y nos roba la posibilidad de disfrutar de la vida.”
(Carl Honoré)
El viernes pasado, por estos lares se ha
terminado el año escolar. Sólo habían pasado un par de minutos desde lo que
sería el último mediodía delante la puerta de la escuela, cuando un niño de
apenas ocho años, miró a su madre y preguntó: “¿y ahora, qué haré?”
Juro que me dejó perpleja. Me quedé
pensando en una infinidad de cosas. Entre ellas el hecho inconcebible que un
niño se sintiera “perdido” porque se encontraba sin un programa de actividades.
¿Cuándo fue que nos llenamos de cosas por hacer? ¿Cuándo fue que perdimos la
capacidad de “no hacer nada”?, ¿de permanecer a contemplar lo que nos rodea y
basta?, ¿o de improvisar según el momento, las ganas y la compañía?
Entonces presté más atención a estas mamás
que allí se encontraban, y ellas estaban más preocupadas que los propios hijos.
Junto a la escuela terminaban las lecciones de natación, de atlética, de danza,
de inglés, los encuentros de catequesis, los de fútbol... y una interminable lista
de ocupaciones. No pude evitar recordar mi propia infancia, iba a la escuela
por la mañana, y tenía alguna actividad extraescolar por la tarde, pero nunca
me angustió la perspectiva del tiempo libre sin un programa minuciosamente programado.
Menos aún cuando fui madre. Siempre creí que todos necesitamos un tiempo sin “obligaciones”,
sin compromisos adquiridos con anticipación. Un tiempo sin “nada para hacer”.
Sobre todo cuando se es niñ@, porque creo que de ahí nazca la creatividad, la
curiosidad por descubrir.
Si estamos todo el tiempo ocupados, con
actividades prefijadas y compromisos varios, ¿cuándo es el momento para estar
con nosotros mismos? ...para pensar, para reflexionar, para dejarnos sentir.
Alma & Luna